Amadísimos hermanos y hermanas;
queridos muchachos de la Acción Católica:
queridos muchachos de la Acción Católica:
La familia se encuentra, desde siempre, en el centro de la atención de la Iglesia; y sobre todo ahora que estamos en el Año dedicado a ella.
Si preguntamos el «porqué» de tal interés, no es difícil hallarlo en el amor y el servicio que la Iglesia le debe al hombre. El cristianismo es la religión de la Encarnación, es la gozosa proclamación de un Dios que viene a encontrarse con el hombre y al hacerse hombre.
Por esa razón, siempre desde mi primera encíclica, no he dudado en afirmar que el hombre es el «camino de la Iglesia», intentando con eso recordar y de alguna manera desandar el camino recorrido por Dios mismo cuando, a través de la Encarnación y la Redención, emprende viaje por la senda de su creación.
Pero, ¿cómo conocer al hombre, sin conocer a la familia? El hombre es esencialmente un ser «social»; para ser más preciso, uno podría decir un ser «familiar». La familia es el lugar natural de su ingreso al mundo, es el ambiente en que normalmente recibe lo que necesita para desarrollarse; es el primordial núcleo emocional que le brinda coherencia y confianza, es la escuela de relaciones sociales.
Pero, ¿cómo conocer al hombre, sin conocer a la familia? El hombre es esencialmente un ser «social»; para ser más preciso, uno podría decir un ser «familiar». La familia es el lugar natural de su ingreso al mundo, es el ambiente en que normalmente recibe lo que necesita para desarrollarse; es el primordial núcleo emocional que le brinda coherencia y confianza, es la escuela de relaciones sociales.
Podemos decir: he aquí «el evangelio de la familia», que la Iglesia intenta presentar con renovada energía. Este año, que el Señor nos ofrece, será de testimonio y de proclamación, tiempo de reflexión y tiempo de conversión: un tiempo especial de oración, oración por la familia, oración en familia, oración de familia.
Es hora de descubrir el valor de la oración, su misteriosa fuerza, su capacidad no sólo de llevarnos de regreso a Dios, sino de adentrarnos en la verdad radical del ser humano.
Cuando una persona ora, se coloca ante Dios, un tú, un tú divino, y al mismo tiempo comprende la verdad más íntima de su propio «yo»: Tú el divino, yo el humano, el ser personal creado a imagen de Dios.
Esto sucede de manera semejante en la oración en familia: poniéndose a la luz del Señor, la familia siente que es profundamente un sujeto comunal, un «nosotros» cementado por un eterno designio de amor, que nada en el mundo puede destruir.
Miramos a María, esposa y madre de la familia de Nazaret. Ella es un icono viviente de oración, en una familia de oración. Precisamente por esta razón es también la imagen de la serenidad y la paz, de la dádiva y la fe, de la ternura y la esperanza. Y lo que ella es, toda familia debe de serlo también.
Virgen Santísima, te pedimos
nos enseñes a orar.
Te pedimos
el gran don del amor
en todas las familias del mundo.
Juan Pablo II
Ángelus, 30 de enero de 1994
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